"Todo cambió
cuando mamá enfermó. Papá no nos quiso decir que la pasaba y, a decir verdad, ni
mi hermana ni yo fuimos conscientes de lo grave que era lo que le sucedía hasta
que un frío domingo otoñal nos despertó muy temprano el frenético sonido de una
ambulancia. Nos asomamos por la ventana llevados por la curiosidad y allí
estaba, justo en la puerta de nuestra casa. Papá tenía la mano agarrada de
mamá, que iba, al parecer inconsciente, en una camilla que empujaban dos enfermeros.
Llevábamos
ya varias semanas sin ir al cine porque mamá llevaba retraso en el trabajo y
necesitaba nuestra colaboración incluso los viernes, hasta entonces sagrados.
No comprendíamos los motivos, pero papá no admitía que se cuestionaran sus decisiones.
Mi madre era
una excelente modista, la mejor según decía mi tía Loli, que a veces venía a
casa a ayudar con los encargos. En casa, ya de por sí pequeña, había una
habitación habilitada para la costura. Con mucho esfuerzo, mis padres habían
conseguido reunir todo un taller. Lo que más odiaba yo era la plancha, pero a
mi hermana la encantaba, decía que parecía una máquina de vapor alienígena. Yo
nunca entendí por qué le divertía tanto, era incómodo porque solo se podía
planchar de pie, pesaba como un demonio y echaba tanto vapor que apenas veías
ni tu propia mano delante de la cara".