"Lo peor de
todo era tener que disimular ante Sara. Le contaba que papá trabajaba duro para
sacarnos adelante y que estaba montando algo grande que aún no nos podía
contar. En definitiva, mi padre, para mi hermana, era un hombre honorable y
sufriente que luchaba para que a sus hijos no les faltara de nada. Mientras
tanto yo le compraba a mi hermana las cosas que me pedía para el cole y algún trapito que otro con la
ayuda de mis abuelos y mis tías, a los que yo acudía a pedir dinero a
escondidas de mi padre.
Sara no
quería abrir los ojos y yo empezaba a cansarme. Sus caprichos eran cada vez más
insostenibles y sus preguntas acerca de papá comenzaban a saturarme. No tenía
más mentiras que inventar. Me había quedado sin argumentos y sin ánimo para
seguir rellenando su mente infantil. Hacíamos solos las tareas y, a veces, nos
acostábamos sin que hubiera llegado a casa mi padre. El rol de hermano mayor
responsable pesaba sobre mi como una losa. Mi adolescencia pugnaba irascible
por salir y a veces tenía verdaderas ganas de gritar y mandarlo todo lejos, muy
muy lejos".
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