"En
principio, el final de las clases supuso un relax. Empezaba a cansarme que todo
el mundo me utilizara de nexo para tratar con mi hermana. Ya no hacía caso ni a
sus amigas y conmigo no iba mejor la cosa. Me miraba con recelo como si yo
tuviera la culpa de todos sus males. Sabía que discutir con papá era como
hablar con la pared así que cargaba su ira cada vez más descontrolada sobre mí.
Decidí tomar ejemplo de mi padre. Comencé a ignorarla cuando entraba en crisis
y al final pasaba sus rabietas sola en el salón hasta que se diluían y
desaparecían entre pequeños hipos debilitados por la impotencia. La observaba
desde mi cuarto y hasta que no se calmaba yo no podía relajarme. Su tristeza no
me era indiferente.
Papá empezó
a darme una asignación y me nombró, sin nombrarme, gestor de la vida familiar.
Se sentó frente a mí y me dijo muy seriamente que había que distribuir tareas y
que si él se dedicaba al negocio yo tendría que poner orden en casa y ocuparme
de que Sara cumpliera con su parte. Y qué crees que he hecho hasta ahora, me
dio ganas de contestarle. Me quedé con las ganas de preguntarle por el negocio
al que se refería. Como no era de sonreír, al menos desde que desapareció mamá
de nuestras vidas, me dijo manteniendo el gesto adusto que estaba orgulloso de
mí y que entendía que nada de lo que estaba pasando me resultara fácil.
Contrariamente a lo que pueda parecer sentí que su voz me reconfortaba. No
había muchas palabras de aliento, pero en su escueto discurso sentí la
presencia de mi padre, para mí hasta entonces, casi tan ausente como mi madre.
Cuando yo sea padre, pensé, abrazaré a mis hijos hasta sacarles el aire para
que tengan la certeza de que nunca les dejaré solos. Tenía tantas ganas de que
mi padre me abrazará. Papá, le dije casi en un susurro, no te preocupes por
Sara, yo me ocuparé de ella. No sonrió, pero me pareció ver un asomo de alivio
en su mirada cansada".
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