"Entretanto, no dejaban de llegarme encargos para traducir.
Por entonces me llegó una saga que llamaban The Legacy, de un autor de novela
fantástica estadounidense. En este caso el trabajo consistía en llevarlo al
castellano. El Legado, como se conocería poco después en España, inicialmente
fue concebido como trilogía, como contaba en una entrevista su autor,
Christopher Paolini, pero al final salió un cuarto libro, que cerró la saga
fantástica del reino mítico de Alagaësia. Yo era feliz con este trabajo.
Siempre adoré la fantasía. Bastante sórdida y monótona era la vida real. Deseaba,
desde pequeña, que algo de esa fantasía tan intensa y presente en los cuentos y
en mis películas favoritas, las de Disney o las de Steven Spielberg, tuvieran
su réplica en el día a día convirtiendo a seres normales en seres mitológicos o
legendarios. Quería pensar que había seres humanos especiales, entre los
cuales, por supuesto, me hallaba yo, que percibían una fuerza, llámese energía
o magia, que nadie más veía y que nos hacía especiales e invulnerables. Me pasé
la infancia y parte de la adolescencia esperando ver un signo mágico en mi
aburrida y monótona cotidianidad. The Legacy tenía ese hechizo de las historias
que hablan de héroes ocultos tras la humilde apariencia de un ser normal y
corriente que termina salvando al mundo. Había leído por gusto el primero de la
saga, Eragon. Me encantó. Aquel joven
campesino ingenuo e inocente convertido en héroe era mi modelo de fantasía preferido.
Yo también quería montar en un dragón fabuloso que me paseara por el cielo y
soltara bocanadas de fuego a todo lo que me amenazara. Traduje la colección y
disfruté cada minuto de mi trabajo.
Traducir El Legado me inspiró enormemente y retomé mi
gusto por crear historias. Volví a escribir. Había olvidado lo gratificante que
era dejarse llevar y montar historias casi de la nada, solo con mi ordenador y
mi instinto para la creación. Nada importaba el resultado. Si eran bellas o no
aquellas historias nadie lo sabría. Nacían y morían en mi mente y mis manos las
hacían tangibles pasándolas a papel –un decir lo del papel porque no solía
imprimrlo-. Impresas o en el ordenador, seguían siendo invisibles. Ya no las
compartía ni con mi familia. Desde que Ismael entró a formar parte de nuestro
hogar, leer mis cuentos en la cocina a la luz de la chimenea ya no era el
momento cálido y especial que había sido en otro tiempo".
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