"No estaba muy lejos de Upper West Side, pero tampoco
estaba cerca y, lo que era peor, tampoco tenía idea de por donde caía la
dirección exacta de mi amigo. Las distancias en Nueva York no son nada despreciables.
Se imponía buscar de nuevo una pensión. Entré en la zona de Midtown. ¡Uf! Tanto
estímulo y tanta emoción me hacían perder la noción del tiempo, y yo diría que
de la realidad. De nuevo me alojé en un lugar humilde y barato y, de nuevo, la
habitación dejaba mucho que desear. Tenía hambre para aburrir. Por economizar
comía una vez al día y cuando tenía apetito lo resolvía con un café o un té
(afición que heredé de mi adorada madre). Postrado en aquella incómoda y poco
higienizada cama me vino la vena nostálgica. Recordé a mi madre trasteando en
la cocina, siempre inquieta, siempre afable y conciliadora. Recordaba su rostro
mientras intentaba convencerme de que tuviera más paciencia con mi hermana
pequeña, tan aficionada a hurgar en mis cosas y perder mis cromos de minerales
y rocas. Recordé aquella conversación de media tarde en la que me intentó
explicar, en aquel momento sin mucho éxito, el porqué de la seriedad de mi
padre y su falta de cariño para con mi hermana y conmigo. Yo lloraba
desconsoladamente porque mi padre me había castigado, según mi punto de vista
desproporcionadamente, por haber perdido no sé qué herramienta que guardaba en
el garaje. Llegué a saborear el regusto a sal de la lágrima que me caía por el
rostro justo antes de quedarme dormido".
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