"El avión tomó tierra. Las piernas me temblaban en una
mezcla de emociones que me llevaban el flujo del estómago a la boca y me
provocaban arcadas de pura agitación. Miedo y alegría a partes iguales me
impedían moverme del sitio. Una azafata se acercó a mí y muy amablemente me
preguntó en un inglés impecable si todo marchaba bien. Sonreí, recogí mi
mochila y salí como pude, pues las piernas no dejaban de temblarme. Había
llegado al JFK, el aeropuerto más importante de Nueva York, y puede que del
mundo. Aquello, como describirlo, superaba todo lo imaginable. El volumen de
público que allí se movía recordaba más a una manifestación multitudinaria que
a un aeropuerto internacional. El colorido y la variedad cultural eran
espectaculares. Debí estar deambulando más de dos horas. Las distancias eran
descorazonadoras y el inglés del instituto me servía para formular la pregunta
pidiendo orientación o ayuda, pero apenas me era de utilidad en las respuestas
de los apresurados transeúntes ni de los puestos de información. A pesar de
todo, no recuerdo muy bien cuanto tiempo empleé en ello, finalmente recuperé mi
maleta y conseguí salir del aeropuerto. Pisé el suelo neoyorquino y de repente entendí
la sensación del náufrago, cuando, después de navegar días a la deriva, pisa tierra
y siente la necesidad de besarla. Miré al cielo, me empapé de su luz, de su aroma,de su color, de su energía y dije, aquí estoy".
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