"También por Internet
conocí a Juan. Solamente mi hermano y mi abuela me llamaban Ela y ese
fue el nombre con el que me di a conocer en la red. Pasaba las horas muertas en
mi cuarto, muchas leyendo y no pocas mirando por mi ventana. Afortunadamente
vivíamos en un cuarto y no había edificios altos delante de casa, no obstante,
el monte que se divisaba a través de mi ventana era ya como un viejo amigo.
Conocía cada árbol, cada montículo, cada surco; reconocía la hora del día según
las sombras que proyectaban en el suelo los árboles y los pocos edificios que
había frente a mi casa. El sol parecía saludarme al salir, y al ponerse era yo quien le buscaba para
saludarle pues el ocaso tenía su escenario en la otra parte de mi casa y
necesitaba ir al salón para verlo. Cada estación me regalaba una fisonomía
distinta pero de año en año pocos cambios se producían. Hasta que llegó la
autovía. La gente del pueblo tenía opiniones encontradas, a unos les venía de
cine la autovía porque facilitaba el acceso a los pueblos colindantes, a otros
la idea de que los vehículos que iban de paso ya no tuvieran que atravesar el
pueblo les parecía la mejor de las ideas y otros, en cambio, temían que su
negocio no se sostuviera sin el posible cliente de carretera. A mí, dada mi
inmovilidad, no me apasionaba que rompieran mi postal atravesándola con el filo
de las nuevas necesidades de la modernidad que ya llevaba tiempo intentando
asentarse en mi, hasta el momento, tranquilo y pacífico pueblo. Pronto
cambiaron mis árboles por señales de tráfico y rompieron mis caminos con frías
vías de alquitrán".
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