Juan siguió insistiendo en que quería verme. No podía ser. Estaba claro que ya no
había nada que esconder, él sabía de mi silla de ruedas y de mi pavor por pisar
la calle. Me propuso venir a verme a casa. De ningún modo, le contesté. ¡Lo
deseaba tanto! Verle en persona, tenerle delante de mí como había tenido a
Pablo Barrios, el poeta. Sentir la calidez de sus manos en el saludo. Escuchar
su voz. De ningún modo, insistí. Era evidente que ya no podía defraudarle más
pero una cosa era saber de mis limitaciones y otra, muy distinta, verme atada a
mi silla y a mis miedos. No, definitivamente, no podía venir a verme. Confieso
que estuve tentada a sucumbir, su insistencia me halagaba y me seducía. Mamá
llamó a la puerta, la merienda, dijo en su tono afable habitual. Al entrar me
sonrió, puso la bandeja sobre mi mesita de trabajo. ¿Cómo vas con el libro de
Barrios?, dijo como si nada. Regular, respondí, es una poesía muy intimista y
llevarlo al inglés cuesta. Hay alguien que quiere verte, soltó sin pestañear.
Me dio un vuelco el corazón. ¡No!, salió de mi garganta como en un gemido. ¡No
mamá, por favor, no! Debí mudar el color, mi madre se asustó. No mi cielo, me
dijo suavemente, si no quieres no lo hago pasar. Con mis
veinticinco años recién cumplidos solo tenía mi familia, mis libros y mi enorme sentido del
pudor. Me daba una vergüenza mortal que estuviera allí en el salón de mi casa y
no permitirle verme ni por un instante pero tanto era lo que me importaba que
no podía dejar que me viera tal cual. ¿Absurdo? Puede. Necesitaba más tiempo.
No sabía para qué pero necesitaba más tiempo.
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