"Me gustaba observar
el cielo por la noche. Era como si la cúpula celeste, al amparo del silencio y
la oscuridad de la noche, me pusiera en contacto con un mundo desconocido,
mágico y lejano que escondía algo secreto que me estaba aún por revelar. El día
estaba lleno de trajín. Demasiado, diría yo. Montábamos los escenarios,
colocábamos la megafonía, nos hacíamos los trajes, nos maquillábamos y
peinábamos unos a otros, hacíamos ensayos de última hora y, hecho todo el
proceso, subíamos al escenario, lo dábamos todo, recibíamos los aplausos y
vuelta a empezar, pero esta vez a la inversa, desmaquillar, desvestirnos,
desmontar y a la pensión o al albergue, según lo que hubiera en el pueblo en el
que actuábamos. No puedo decir que no me gustara lo que hacía. Estar activo me
mantenía distraído y eso me gustaba. Faltaba algo y lo sabía. Era brutalmente
consciente de que no me estaba escapando del todo de mis fantasmas. Llegada la noche
buscaba la soledad. Evitaba las conversaciones y los encuentros despreocupados
de los compañeros que, huyendo de los calores infernales de la severa estación
estival de Castilla, buscaban el refugio en las salvíficas terrazas veraniegas.
La soledad me reconfortaba".
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