"Estábamos
llegando a la recta final. La realidad me golpeaba de frente. Solo considerar la
vuelta a casa me generaba una angustia que se me instalaba entre el estómago y
la laringe y me impedía respirar con fluidez. Sopesar las opciones no me
llevaba mucho tiempo. Menor y aún sin emancipar, significaba volver a mi acogedor hogar. Ciertamente ni acogedor
ni hogar definían en absoluto mi única alternativa. Aún quedaba la primera
quincena de septiembre, con la que se cerraría la campaña de “Teatro Amigo” y
no estaba dispuesto a dejarme abatir. Tenía que disfrutar cada instante de los
que me quedaban y absorber cada micra de felicidad que pudiera obtener: los
largos viajes de pueblo en pueblo, las charlas interminables con Carla, la
actividad frenética a la llegada a cada sala o plaza, las actuaciones, los
aplausos, las comidas y cenas compartidas con sus tertulias y críticas sobre lo
que hacíamos bien y lo mejorable, las noches solitarias y mi diálogo con las
estrellas (y con mi madre)… No estaba preparado
para renunciar a mis días de libertad".
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