"Me sentía
acorralado. Mi padre actuaba como si todo hubiera ocurrido de una forma
natural. Como si lo que había ocurrido tuviera toda la lógica y la coherencia
del mundo. Se sentaba frente a mí, con toda su calma y una frialdad que helaba
la sangre, haciéndome una oferta a la que se suponía yo no podía renunciar. Tras
la muerte de mamá se sumió en un universo de silencio e inaccesibilidad tanto física
como emocional. Me dejó solo. Nos dejó solos a mi hermana y a mí.
Dejó de ser nuestro
padre. Buscó salida a su dolor creando su propio mundo -alejado del de mi
hermana y mío. Me hizo asumir el peso de la casa. Me sentía engañado,
traicionado. Su aislamiento y desvinculación con mi hermana y conmigo no me
permitió vivir mi adolescencia; no pude renegar del mundo, no pude airear mis
miedos, no pude llorar a mi madre. Qué injusto me parecía todo. Y entonces, viendo
mi cara de asombro, dejó de hablar y dijo -para más sorpresa- ¿cuándo te
marchas? Sabía de mis planes. ¿Por qué me sentía culpable? No tenía derecho a
hacerme sentir así, desarmado, impotente, vacío... No, no lo tenía".
No hay comentarios:
Publicar un comentario