"En mi búsqueda
de respuestas para entender a mi hermana se me pasó por la mente que para las
actuaciones de mi padre también tenía que haber estudios sicológicos. Encontré
en un artículo de prensa un texto que hablaba de la imposibilidad de expresar
las emociones que padecían al menos 10% de la población mundial. Si mi padre
padecía de alexitimia o no, no lo tenía claro, pero al menos se acercaba a una
respuesta lógica a lo que habíamos vivido desde que nacimos. Que su ausencia de
cariño tuviera una explicación científica no era de gran consuelo, pero en
cierto modo, me reconfortaba.
Desde
pequeño siempre soñé con historias fabulosas y vidas complejas. Pensaba que la gran
aventura de la vida consistía en tener una familia estrambótica, peculiar, que
fuera de todo menos corriente y aburrida. La mente calenturienta y fantasiosa
de un niño pedía a gritos historias de superhéroes. Que no habría dado yo, tras
la muerte de mi madre, por haber tenido una familia y una vida “normal”. Esa
normalidad tan poco frecuente y tan escasamente valorada. Una madre que te
persiga porque no te lavas las manos, que te castiga sin tardes de juego por no
hacer las tareas del cole, que te limpia las burriagas con la punta de un
pañuelo viejo; una hermana tontorrona y mimosa que se chiva de todas tus fechorías,
que te quita los cromos o te pinta en tus cuadernos; un padre que vuelve del
trabajo y aún le quedan ganas de bromear contigo, que se enfada con mamá porque
te consiente demasiado, que organiza excursiones para ir al río con los primos
de Cuenca…"
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