"No hubo otro
capítulo, al menos no en mucho tiempo. Mi hermana seguía rehuyéndome, incluso
con más ahínco. Lo asumí y me centré en extraer información a la hermana de mi
padre. Tampoco funcionaba. Las mujeres de mi familia no me estaban ayudando
mucho; mi madre nos dejó cuando más falta nos hacía, mi hermana desconectó de
la vida -al menos de la vida familiar- y mi tía parecía evitar que nuestra
relación fuera a más de encuentros semanales con temas intrascendentes como
protagonistas; por otra parte, las reuniones en la cafetería eran cada vez más
esporádicas. Me estaba quedando solo.
Cada vez que
le increpaba a tía Elisa sobre mi interés por ver a mis abuelos ella zanjaba la
cuestión con un “están muy mayores para sobresaltos”. ¡Vaya! Me estaba
resultando un poco cargante el vivir solo para evitar dolor y angustia a los
demás. A mi padre no le exigía que cumpliera con su papel de padre porque el
pobre bastante tenía con haber perdido el amor de su vida, su talismán, su soporte…
A mi hermana no la podía presionar para que despertara a la realidad porque
estaba en una delicada línea psicológica y su equilibrio emocional pendía de un
hilo. A mi tía no la debía exigir nada porque el solo hecho de haber contactado
conmigo ya era de agradecer y no merecía que la agobiara con mis intereses
personales. Y ¿qué pasaba conmigo?, ¿a nadie le preocupaba mi pérdida, mi niñez
y juventud sacrificada, mi delicado estado emocional, mi esfuerzo por salir
adelante mientras sostenía un hogar del que yo debía ser parte integrante y no
motor?"
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