"Sin permiso y sin ninguna consideración,
Daniela sigue susurrándome al oído su historia. Tan fuerte es su susurro que si
no lo doy salida me golpea allá dentro hasta causar verdadero dolor. Ni
interpreto ni varío, solo me limito a transcribir sus palabras tal cual
resuenan en mi cerebro. ¡Ah!, pero es que no lo ha dicho, sí, se llama Daniela;
a mí me lo dijo justo cuando despertó dentro de mi. "Hola, dijo, me llamo
Daniela y te he visto desde mi ventana...".
"No fue de la noche a la mañana ni ocurrió sin saber por
qué. Cierto es que mi hermano y yo vivimos felices en la ignorancia durante
mucho tiempo, pero yo, que era mayor que mi hermano y, para bien o para mal,
siempre he tenido una sensibilidad y madurez inusual en mi edad, percibí,
aunque no quise verlo, que el cielo se oscurecía en mi casa. Día a día las
risas disminuían y las bromas se iban convirtiendo en comentarios cada vez más
irónicos, más ácidos, hasta llegar al sarcasmo, tan cruel a veces. No tuve más
remedio que admitir que la felicidad familiar
se estaba escapando por las mismas rendijas por las que se perdía el calor de
la chimenea, por otra parte cada vez más escasa y heladora".
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