"Al
principio quise creer y, verdaderamente me convencí de ello, que todo era culpa del maldito trabajo de
papá. Todos los días venía enfadado, que si el jefe, que si la producción que
si el sindicato que si gaitas… todos
los días alborotaba la paz y el sosiego de casa cuando llegaba cansado y
hastiado con su, ya habitual, amargura.
Mamá intentaba quitarle importancia, sin
embargo, la diplomacia y el temple de mamá le sacaba más de quicio y la cosa,
lejos de arreglarse, se ponía mucho peor. Las discusiones pasaban a ser más
personales y se comenzaba a levantar el tono de voz hasta llegar a los tan
odiados gritos. Sólo escribirlo me hace daño. Desde entonces tengo una sensibilidad
enfermiza ante las voces. Recordar esto aún me hace herida un poco por dentro.
Sigo, no quiero dejarme nada ahí dentro…".
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