Las conversaciones con Daniela no son siempre
fáciles. No sé si es justo seguir aireando sus confidencias...
"Papá iba
empeorando poco a poco hasta que un día llegó absolutamente desolado, y yo
diría que algo bebido, cabizbajo y con los ojos vidriosos diciendo que el
trabajo en la fábrica de los demonios había dejado de darle problemas, se había
despedido; a la porra el jefe y sus problemas con el mercado nacional e
internacional y el cumplimiento de horarios y los acuerdos sindicales y los
festivos no reconocidos y los derechos sanitarios y todas sus zarandajas. Nos
dejó pasmados a todos, bueno a todos menos a mi hermano que bebé como era no se
enteraba ni del no-do –suerte la suya-. La primera reacción fue la No reacción.
Mamá le dejó hablar y desahogarse. Mamá no decía nada. A mí me quemaba la
sangre que no le diera palabras de consuelo que no le dijera que no pasaba
nada, que todo se solucionaría, que estábamos preparados para superar cualquier
cosa juntos… pero mamá callaba y observaba. Mamá lloraba en silencio. Creo que
ella fue la única que se dio cuenta que aquello era el principio del fin. Ahora
el trabajo duro y la mala gestión de su jefe no eran excusa para discutir,
ahora empezaban otro tipo de problemas. No obstante mi preocupación era la angustia
de papá y la “falta de comprensión de mamá”. En la distancia lo veo claro. Ella
sabía que abrir la boca para calmarlo era provocar un giro en la disputa y
llevarlo al plano de lo personal. Ahí empezaban las palabras con doble filo, hirientes y agónicas, que revelaban que el
problema de fondo era otro. Si, lo que agonizaba verdaderamente era nuestra
familia. Más tarde lo comprendí. No tardó ni dos semanas en encontrar un nuevo
trabajo, más cerca de casa, mejor pagado, más adecuado a sus intereses y vocación.
Consiguió un trabajo en el vivero de las afueras del pueblo. ¡Qué
felicidad aquellos días! Si pudiera
atraparlos en un frasco y hacerlos repetir en un bucle infinito…" .
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