"Llamaron a la puerta y apareció un
señor alto y desgarbado con cara de personaje de cómic preguntando por mí. Mi
madre, de entrada, se asustó y le pidió que se identificara. Era un profesor
que había asignado la Administración de Educación Provincial para darme clase
en casa con el fin de ayudarme a terminar mis inacabados estudios de Primaria
para incorporarme lo antes posible a Secundaria. ¡No me lo podía creer! No va a ser fácil que
nadie comprenda la sensación de felicidad que inundó todo mi cuerpo. Sentí que
flotaba, que un chorro de aire fresco inundaba mi alma. A estas alturas ya había
descubierto que la lectura era una ventana abierta al mundo y que las cadenas
de la esclavitud mental y física solo podían romperlas los estudios.
Comenzaron las clases. ¡Qué peculiar
mi profesor! Listo como un águila, serio e ingenioso a la par que cómico y
divertido. Y ¿cómo es esto, dirás? Sabía exigirme cuando me relajaba y animarme
cuando me agobiaba. Sabía encontrar siempre la palabra justa para cada momento.
A veces dejaba los libros y el ordenador de lado y comenzaba a contarme
historias que sonaban a viejas historias a la luz de la lumbre pero de todo ello
yo me alimentaba con el ansia de un bebé que acaba de llegar al mundo. Me ayudó
a prepararme los exámenes de sexto de Primaria y en tres meses superé las
pruebas y estaba ya matriculada en 1º de
la ESO. Los pocos momentos que no estudiaba me los pasaba leyendo o viendo en
internet posibles destinos de viaje. Cada vez que recuerdo el rechazo que
sentía hacia el colegio, hacia la gente que me rodeaba, hacia el mundo entero y,
sin embargo, en esta nueva etapa de mi
vida me daba vértigo la pasión que me inspiraba todo cuanto existía bajo la cúpula celeste".
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